Miraba la luna y
pensé algo extraño. Pensé que podía ocurrir en ese mismo momento
algo extraordinario, algo así como que surcara el cielo ante mis
ojos una pequeña hada de luz que se detuviera y luego se esfumara. Y
entonces, imaginaba, yo quedaría ahí asombrado. ¿Pero cuán
asombrado? ¿Conmovido? Ciertamente sería algo absolutamente fuera
de lo normal, pues hadas de luz no existen sino en cuentos, de manera
que esa experiencia debería conmover los fundamentos de mi mundo.
¿Pero realmente lo haría? Acaso el mundo se convertiría en un
lugar todavía más extraño. Pero que el mundo es extraño, eso ya
lo sé desde hace tiempo.
Seguí adelante.
Pensé, ¿qué cosa entonces debería pasar aquí y ahora para que mi
mundo se viese subvertido, desencajado, cambiado para siempre?
Descarté la aparición de todo tipo de seres, objetos, sonidos.
Sentí que todo lo que pudiera presentarse a mi percepción me
parecería como estando todavía “de este lado”. ¿Qué cosa
vendría realmente de un espacio distinto, y me transportaría?
La pregunta misma
es una trampa. Pues lo verdaderamente transformador es la experiencia
de que no hay nada que esperar, todo ya está aquí. Dicho de otro
modo, lo que hay aquí es todo lo que ahora hay. Incluido el deseo de
ver más allá.
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